lunes, 9 de noviembre de 2015

Ir contando uno a uno, dos, tres...



  Podríamos sentarnos tranquilamente a mirar un paisaje y pensar en la infinidad de los números. Nuestra vida se resume a ello. Contar para quedarnos dormidos, caídos en la tentación de la propia perdición que se produce al pensar en algo que nunca acaba. Enumerar las pocas o muchas posibilidades que tenemos de conseguir algo, sopesándolas, para decantarnos por alguna opción o simplemente elegir algo que nos dé una respuesta. Ver los pros y contras de ideas que tengas en mente de las cuales inseguros no nos atrevemos a nombrar o tan siquiera pensar, dudando de nuestras posibilidades e incluso propias cualidades de elección. Las páginas de un libro, cuando ansiamos deliberadamente que nunca acabe, pero siendo incapaces de parar para que de alguna forma u otra esto no tenga que ocurrir. Nuestros momentos felices, los cuales nunca comparamos con el resto por miedo a una diferencia descomunal en cuanto al resultado. Saber el número de errores que hemos cometido y la probable cantidad de ellos que aún nos quedan por cumplir. Las  malas hierbas que nos encontramos por el camino y que a veces de forma inocente nos atrevemos a llamar amigos. Ser capaces de decir en voz alta todos y cada uno de nuestros pensamientos, decisiones u opiniones tanto fugaces como aquellas permanentes que nos obligamos a defender. Contar los peces de un río como la suma de pasos dados junto a los innumerables días vividos. Pero en algún momento dejaremos de contar cifras para dejar de existir y convertirnos en una de ellas, una vida más que ha nacido y que por lo tanto ya se ha ido, porque todo lo que empieza podría terminar acabando de alguna forma u otra. Podría sonar incoherente y un tanto estúpido, pero quién sabe, a lo mejor los números podrían adquirir un fin algún día.

sábado, 24 de octubre de 2015

Fantasmas del pasado.



   Entré en mi cuarto de forma instintiva, sin esperar encontrar algo diferente o simplemente buscando algo concreto. Estúpido o posiblemente irónico, me quedé mirando fijamente el portarretrato de mi entrada, acto instintivo que probablemente habré cometido infinidad de veces. Pero algo interiormente me incitaba a verlo de forma diferente. Puesto que en él no hay aún ninguna foto. No me recuerda ninguna situación o momento pasado. No veo los ojos de alguien que me mire directamente y pueda transmitirme algún sentimiento lejano, ni se encuentra la sencillez de algún objeto que pueda recordarme algo extraordinario. ¿ Cómo se puede vivir realmente sin fantasmas del pasado que nos evoquen  o puedan aludir viejos errores? Me dejé caer suavemente en el suelo con el objeto sin nombre entre mis manos. Lo abracé fuertemente de forma inconsciente para que así pudiera fundirse conmigo en la gran maraña de pensamientos que ahora se arremolinaba en mi mente. Como un gran resorte me levanté de ahí de forma instintiva, bajé rápidamente las escaleras hasta el sótano con el objeto aún entre mis brazos, y me situé frente a la gran montaña de cajas que se disponía frente a mí. Como un gran muro capaz de separar el pasado de un presente y posible futuro. Cogí la escalera más cercana y fui bajando las cajas poco  a poco. Miles de fotos sin necesidad de un nombre o una fecha para poder recordarlas, tan solo con los sentimientos a flor de piel y nuestra impetuosa capacidad para recordar esos momentos felices. Y algunos otros que no lo son tanto. Cuando realmente me paro a pensar en mi vida, repentinamente me inunda una inmensa tristeza. Podría ser por la continuidad con la que vivimos nuestras vidas sin apenas percatarnos de ello o por una sencilla cuestión... ¿ Qué tiene de interesante mi vida realmente? No me asaltan respuestas precisamente positivas o si quiera esperanzadoras. Vivimos una rutina continua que no cambia por más que lo intentemos, no vemos esos momentos de locura, tan solo muchos de soledad. Puede que no sepamos aprovechar las pequeñas cosas que tenemos y transformarlo en algo que va más allá de lo normal. Sentir las cosas independientemente del resto es algo que no nos paramos a valorar, pues muchas veces relacionamos nuestra alegría o disfrute con el de otras personas con el que compartirlo, centrados total y únicamente en esa idea, posiblemente dejando de lado nuestras pequeñas opciones de cumplir sueños y pequeñas metas. Sin embargo, pensar de esta forma podría considerarse un tanto egoísta. Ya que si nos disponemos a recordar todo lo vivido, podría parecer que esos recuerdos separados tan solo sean pequeños retazos sueltos de locura, pero que juntos probablemente podrían formar un torbellino de emociones. Después de horas y horas de recuerdos pasados, viviendo de nuevo viejos momentos, volviendo a ver a antiguos conocidos a los que antes posiblemente llamabas amigos. Ser una niña de nuevo y ver como tu padre te cogía en brazos, tu madre te acariciaba el pelo y tu familia te miraba como si fueras lo más bonito del mundo. Hay muchas cosas que cambian y otras no tanto, solo depende de nosotros la forma en la que queramos verlo. Dejé todo como al principio, y cogí el álbum de fotos que había ido rellenando las últimas horas. Subí las escaleras frenética por llegar arriba. Entré en mi habitación y coloqué el álbum, en donde anteriormente se encontraba el portarretrato vació. Porque definitivamente hoy había descubierto que no podía elegir una sola foto que resumiera un momento de mi vida, sino un conjunto que me recordara muchos de ellos.

martes, 20 de octubre de 2015

Ingenua niñez.

  Sentada en una larga y peluda alfombra, frente a el gran ventanal de mi casa que da a el balcón. Admirando la irregularidad con la que las gotas de agua no cesan de caer. Primero, lo hacen fuertemente hasta casi adquirir una fuerza descomunal, y luego, a medida que pasa un largo rato, obtiene un ritmo más tranquilo, pero igual de continuo. A pesar de todo, esto no se convierte en un impedimento para aquellos niños que se ven a lo lejos jugar en el parque. Puede que esto para ellos no sea el fin de una divertida tarde, sino el comienzo de algo diferente o incluso emocionante. La búsqueda de un escondrijo en el que cobijarse, ya sea bajo un árbol como en una pequeña e inestable caseta improvisda. Mientras observan entre risas la delicada sutileza con la que caen las gotas, ansiosas por poder salir a correr y saltar sobre algún charco que se ha formado de forma inesperada. Quitándole importancia a las posibles caídas debido al resbaladizo suelo o incluso al posible frío que no parece siquiera afectarles. Es realmente la diferencia que hay cuando somos niños, que somos capaces de quitarle importancia a aquellas cosas que verdaderamente no las tiene, y posiblemente sin apenas darnos cuenta de ello.